jueves, 12 de marzo de 2009

Jueves de FOLLETÍN

IV

La mujer se había puesto de pie, y estaba junto a Hayes. Tocaba su brazo con las yemas de los dedos. El detective apagó una lámpara que estaba junto a él y sintió que sus ojos se sosegaban. Vació el whisky de un trago y giró hacia la estancia. Se encontró de frente con miss Lynch, quien se abrazó a él como una niña indefensa.
- Peter, no confío en esos esbirros de la policía, menos en ese perro Barnes. Sólo tú puedes protegerme...
Hayes miró unos segundos el semblante infantil de miss Lynch, el pelo se le había desacomodado un poco y no había sonrisa alguna en su boca. La sujetó de los brazos con fuerza, y la besó. Al separarse, Annie bajó la vista y fue a la mesita, sirvió otro par de tragos.
- Ahora, cariño, necesito que me digas lo que sabes, basta de drama.
La mujer bajó la vista, se soltó suavemente de las mangas de Hayes y suspiró. Fue a la recámara y volvió con un sobre sellado que tenía escrito el nombre del detective.
- Escribí esto para usted. Espero que le sea útil, es todo lo que sé. Comprenda que ahora no es fácil para mí hablar al respecto.
- Bien. Me voy. ¿Hay alguna puerta de servicio?
- Por aquí.
La viuda Montgomery lo encaminó a la salida. Hayes se asomó discretamente al exterior. No había nadie.
- Adiós Annie. Nos veremos pronto.
Las nubes habían dejado un visillo para la luna que aclaró un poco la penumbra. Hayes echó a andar con el revólver bien agarrado bajo el abrigo.

El doliente crujir de las hojas secas bajo las suelas de sus zapatos siempre había agradado a Peter Hayes. Caminaba al lado de la calle fascinado por cómo aquel sonido aclaraba su mente, disipaba cualquier pensamiento intruso, cualquier tentación distractora. Jamás hablaba con nadie sobre sus gustos, ni siquiera con Woody o con George Stanley, su abogado. El chirrido de las hojas era una satisfacción que guardaba para sí, como el más preciado de los juguetes de un niño. Un húmedo viento frío había despejado el cielo casi por completo; la luna pendía del firmamento como un gran bombillo de luz blanca. Hayes estaba viendo el reloj cuando un auto de policía se detuvo junto a él. La portezuela se abrió y una voz conocida y poco agradable le convidó a subir.
-Suba, señor Hayes.
Una sonrisa de fastidio se dibujó en los labios del detective. Subió a la patrulla.
- Buenas noches, Barnes. Estamos cerca de mi apartamento. Si me está llevando preso, complázcame en llevarme por mi pijama.
- Es una linda noche, amigo. Sólo vamos a dar un paseo.
- En ese caso démonos prisa. Casi es hora de dormir. Sabe usted, Barnes, que no me gusta andar fuera muy tarde. Es necesario que sepa que abundan los pillos en las calles de Chicago. ¿Cómo está Reed?
- Estoy seguro de que usted lo sabe. Reed es un buen elemento, joven y honrado. Sólo un poco irresponsable.
- Hace siglos que no lo veo. Apreciaría que diera mis saludos a Trevor y a la señora Reed cuando lo vea.
- Deje de jugar, Hayes. Reed es soltero y usted lo sabe. Desgraciadamente para mí usted es todo menos un tonto.
- Oh, disculpe mi torpeza, señor Barnes. Ando distraído últimamente.
Barnes se quitó el sombrero, se acercó a Hayes y lo tomó por la solapa del abrigo. Fijó sus ojos pequeños e inquisidores sobre su interlocutor.
- Mire, Hayes, estoy harto de sus idioteces. El caso que tiene en sus manos es más delicado de lo que cree. El alcalde Kelly personalmente me ha dicho que lo quiere fuera. No le incumbe. Así que ahórrese problemas y vaya a investigar a alguna esposa infiel. Y quite de una vez esa estúpida sonrisa.
- Oficial Barnes –dijo Hayes quitando tranquilamente la mano de éste de su abrigo- sabe que yo no hago nada para molestarlo a usted. Aunque el mismo presidente le haya dicho cualquier cosa, a mí me tiene sin cuidado. He sido contratado para seguir este caso, y sabe que no pierdo mi tiempo. En todo caso para quitarme del camino tendría que hablar con mi cliente y no conmigo.
Barnes lo miró con prudencia. Hizo un gran esfuerzo en mostrarse paciente con aquel hombre agudo que se comportaba con irreverencia.
- O usted podría hablar con su cliente. Mire, yo tampoco quiero perder mi tiempo, y le ruego que piense las cosas bien –Barnes hizo una pausa, y a lo pocos segundos sacó un papel de su bolsillo- el alcalde le ofrece esta suma por hacerse a un lado. Considere la cantidad.
- ¿Está tratando de sobornarme, Barnes? Es usted un sinvergüenza. Deme el papel.
Hayes tomó el cheque y lo observó unos instantes. Sonreía y se complacía de que esto irritaba al oficial Barnes.
- Es una buena suma –dijo y rompió el cheque en cuatro partes-. Si no le molesta aquí me bajo, estamos cerca de la oficina.
El auto se detuvo.
- No le conviene para nada lo que ha hecho, detective. Cuídese. Chicago es una ciudad peligrosa. Y déjeme decirle que esta vez su audacia se acerca más a la estupidez.
- Adiós, Barnes –dijo Hayes bajando del auto-. Por cierto, tocando el asunto de esposas infieles, ¿dónde andaba la señora Barnes a estas horas de ayer?
- Jódase, Hayes.
El detective incrustó un cigarrillo en su sonrisa y lo encendió. Estaba a unas cuantas cuadras de Walton Street. Echó a andar bajo el resplandor de la luna.

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