domingo, 25 de abril de 2010

DR. MANDUJANO y la fisiología

El dr. Mandujano, sentado en el bacín en ese exacto momento en que arde, reflexionaba sobre su salud estomacal. Reconocía, pese a la dificultad natural de autodiagnosticarse, que podría ser todo una consecuencia del consumo del alcohol. Últimamente se sentía con el desgano que sólo se esquiva tomando cerveza o trago. "Me siento más torpe y más alcohólico" había comentado al dr. Peralta, distraído, con la cabeza quién sabe dónde, con los ojillos brillosos y sus ojeras habituales. El doctor Peralta sonreía tranquilo, conocía a su amigo, sabía que era mejor callar y entender, más que dictaminar paternalmente una solución conductista. Aquella tarde ambos médicos tomaron unas cervezas en un bar del centro y comieron morcilla.
El dr. Mandujano ponía una cara extraña al pedorrearse, como de niño inocente, de huída, de evasión. Una expresión triste más. Todo el día siguiente estuvo arrojando gases por el culo, que no se oían pero sí causaban incomodidad en las narices civilizadas. "Nadie debe avergonzarse por sus olores", escribió en un papel, "y menos un médico irresponsable como yo". Las enfermeras se reían al principio hasta llegar a mostrar un semblante de extrañeza, de incomprensión. El dr. Mandujano se evadía de recomendaciones gastroenterológicas, sabía que ese olor a podredumbre, perfumada y dulzona, como de dulce de membrillo podrido, era la descripción más sutil de su estado.
En la calle, cerca de un comercio concurrido, entre miles de almas, el dr. Mandujano se pedorreó. Ante el estupor general y los gestos de asco señaló a una señora de unos 62 años, de aspecto anodino, cargando una bolsa de un conocido almacén de zapatos: "fue ella", dijo el dr. Mandujano, libre de pecado.

martes, 13 de abril de 2010

Capítulo 6. MUERTE

La tarde que iba a morir, Golemón no había bebido. Su cuerpo había empezado a desgastarse tiempo atrás, su barniz ya no brillaba, se descascaraba y había que barrer pedacitos de piel de Golemón. Él solito lo hacía. Había cortado una escoba para que fuera más fácil y cada mañana barría con cuidado los restos de su cuerpo. Ese día no barrió. Cuando entré en la casa a eso de las 7 pm, Golemón estaba llorando, sin rabia, tan sólo con la amargura y la impotencia de sentirse absolutamente desarmado y vulnerable. En el centro de la sala estaba un oso de peluche gigante, el que había sido mi compañero de cuarto en mi infancia. El oso tenía la mirada idiota y feliz. Alma estaba acurrucada con mirada desafiante sobre la panza del oso. Golemón la miraba con ojos de corderillo. Oí hablar a Alma por primera vez:
-Prefiero a este maldito oso estúpido que volver a tocarte a ti, asqueroso perro de la desdicha –Alma brillaba fulgurante. –Ese viaje en la cajuela del auto del imbécil ese ha sido la peor experiencia de mi corta vida. Eres un perro faldero, una sucia madeja de hilo, un diente de leche, una execración de este sucio universo de mierda. Te aborrezco, pero únicamente porque sólo una palabra tan fea puede describir lo que siento por ti.
Golemón la miraba fijamente tratando de entender de dónde salía tanta maldad.
-Alma, –susurró Golemón, apenas con la potencia suficiente para que Alma y yo lo oyéramos -eres una mujer sin alma
Traté de hacer algo al respecto, cualquier cosa, aunque la verdad no tenía idea alguna de qué hacer. Hice un amague de ponerme en movimiento.
-Tú te quedas ahí, pinche jodido –rugió la boquita hermosa de Alma.
Hice lo que me dijo. Golemón se puso lentamente de pie.
-Voy a matarme. Quiero que sepas que no lo hago por ti, y que no me interesa el efecto que mi muerte pueda tener en tu maligno espíritu. Muero porque no quiero seguir en este mundo donde aparentemente la violencia tiene que existir y manifestarse diariamente sobre nosotros. La rabia era mi razón de ser y ahora ha desaparecido, y más que dolor queda el vacío. Quise llenarlo de belleza, como quien llena un vaso de vino delicioso, pero fracasé. Tú me aborreces pero yo no. En el momento en que decido morir sólo tengo gratitud hacia el señor Martínez y hacia mi creador. No te desprecio en lo más mínimo, me desprecio a mí por haber sido soberbio y haberme creído indestructible. Si tuviera fuerzas para decirte algo personal, te diría que eres una perra del mal. Pero no lo haré, no quiero y no me importa ya. Así que por favor, pido que sea respetada la voluntad de un muñeco. No es el sufrimiento ni el dolor, es en verdad una decisión racional. Voy a morir y espero, señor Martínez, que me perdone por todo y que no impida mi muerte. Usted es un buen hombre y lo más humanitario es dejarme morir. Ya sabrá qué hacer con esta muñeca maravillosa y cruel.
Caminó lentamente a la cocina y no volteó más. Cerró la puerta y a través del ventanuco, Alma y yo vimos cómo abrió la puerta del horno, subió sus rodillas con dificultad hasta que pudo pararse sobre la compuerta, giró la perilla y el resplandor de la llama del horno se reflejó en él, hizo que brillara su cuerpecillo y sus ojos muy abiertos. Bajó la cabeza y brincó al interior. La puerta del horno se cerró.
De inmediato abrí la puerta de la cocina, con los ojos llenos de lágrimas. Respeté su decisión de dejarlo morir. Sentí absolutamente todo su dolor. Me senté en un banquito, metí la cabeza entre mis manos y me puse a llorar.
Por un momento me olvidé de Alma. Cuando alcé la vista, Alma se las había arreglado para subirse a la estufa y estaba moviendo la perilla del horno. Pude ver que la giró de 260 a 140°.
-Golemón. Arde lentamente, amor mío –dijo la bestia.

Poema de amor

me caigo a un contenedor de basura junto a ti
te regalo una flor podrida
nuestra cena
romántica del desperdicio
será fruta muerta y aún así
te besaré apasionadamente entre el sebo y el vapor de la inmundicia
surcamos la ciudad a bordo de la embarcación a la isla de la basura, rodeados de gaviotas y sus picos de ganchos abyectos y brutales disputándose la carroña de nuestros cuerpos, sudor, sangre, baba, moco, amor hecho sustancia, semen, ese jugo delicioso y sucio de entre tus piernas, la transparencia de los hilos
madeja ensimismada
impureza
repito, amor

lunes, 12 de abril de 2010

Capítulo 5. DECADENCIA Y CAÍDA

Llegamos a eso de las 11 de la noche. Sorprendentemente, el viaje fue pura armonía. Ambos muñecos viajaron en la cajuela del auto y no percibí ruido alguno durante el trayecto. Al abrir la cajuela, Golemón salió lentamente, con un gesto exótico de abatimiento, peculiar, nunca antes visto en su rostro. Cierta tristeza crispaba su expresión antes furiosa. Bajó del auto y apenas abrí la puerta de la casa entró y se sentó en el sofá, con los bracitos colgando a los lados, las piernas bien alineadas en paralelo. La muñeca era, o fingía con indiferencia ser una simple muñeca, inerte y ornamental. Bajé la caja cuidadosamente y coloqué a la muñeca en el sitio donde antes había colocado a Golemón. Los ojillos del muñeco eran dos perros sin rumbo. Me sentí mal por él, sin duda algo había sido trastocado en su interior durante el viaje. Me senté junto a él y ambos admiramos a la muñeca por casi una hora, sin hablar. Cuando me levanté para irme a acostar, observé algo irremediablemente humano en la mirada de Golemón. Dejé caer con pesadumbre mi mirada condescendiente y paternal sobre él. No era lástima lo que sentía por él, era simplemente la cara más desnuda de la simpatía por un igual.
-Eras un ser sin alma y ella te ha provisto de una –dije al melancólico Golemón, que no apartaba la vista de la muñeca. –Su nombre es Alma.
Al otro día, al despertar, me dejó perplejo la paz que irradiaba un Golemón durmiente, con la cabeza gacha, custodiando devotamente a Alma, mujer-muñeca inmóvil y desdeñosa, sin vida, en la misma posición en que la había puesto. Me fui tranquilo a la calle a buscar empleo.
Volví de la calle y encontré a Golemón en la misma posición, sentado, mirando con ojos tristes a Alma, quien seguía inmóvil, ignorándolo, ignorándome a mí, ignorando la vida. “Buenas noches” me saludó Golemón y en su vocecilla advertí el dolor.
-Siento mucho haberte hecho perder tu empleo –me dijo y casi me arranca las lágrimas.
Comprendí que lo que había percibido en Golemón la noche anterior, el inequívoco rasgo de humanidad, era el sufrimiento. Sentí mucha pena por él y por mí, por la gente que había sufrido, por la raza humana. Supe que Alma se había sumergido en la vorágine que era el alma de Golemón, siempre agresivo e intenso, la violencia. Ahora sufría con la misma potencia el arrebato de la pasión, como antes había experimentado la rabia desatada.
-¿Quieres que guardemos a Alma en la caja de Avícola San Juan? –pregunté a Golemón, con la esperanza de poder disminuir su dolor.
-La belleza, la verdadera, la que hace sufrir, atraviesa absolutamente todo, cruza los mares, los más gruesos muros, los aislantes e impermeabilizantes. Atraviesa las pieles de piel, las de plástico, las pieles de madera hasta del más abyecto mono, como yo. No se puede ocultar el poder de la belleza.
Y Golemón, seguro habría llorado al concluir su discurso si en realidad hubiera sido un muchachito de verdad.
A eso de las 3 am sentí un leve jalón en la manga de mi camiseta. Encendí la lámpara y vi la angustia hecha muñeco, la desesperación encarnada en un pequeño ser, que en aquel momento me pareció más vivo que la mayoría de los humanos, los ojos grandes, las manitas suplicantes, todo el dolor embarrado en sus facciones.
-Perdóname que te despierte, pero… ¿tienes un trago?
-Pero Golemón…
-Te suplico, un trago, o dinero para un cuartito de ron, o cualquier cosa.
Humillado y triste Golemón sufría las inclemencias del insomnio. Junto a mi cama, en el buró, guardaba siempre una botella de ron para esos casos. Se la di. Agradecido, Golemón salió del cuarto y no hizo ruido alguno. Al otro día en la mañana supe que había vaciado la botella. Dormía profundamente, sin perder el rictus de desesperación, hecho bolita en el sofá. Alma, inmóvil y decorativa, tenía en su expresión una novedosa mueca de satisfacción.
Transcurrieron unas cuantas semanas. Yo buscaba trabajo y volvía ya entrada la noche. Comencé a llevarle diariamente una su botellita al pobre de Golemón, quien cada vez más parecía un muñeco de trapo. Alma siempre estaba inmóvil, fresca y majestuosa en su mesita. Golemón era un manojo de incertidumbre y tristeza.

domingo, 11 de abril de 2010

Capítulo 4. DONDE ESTA HISTORIA TIENE UN GIRO INESPERADO

Metí a Golemón en la cajuela y emprendí un segundo viaje a Xalapa. Las cinco horas de camino escuché las cosas más horribles que alguien podría decir en contra de un ser humano. Se oía débil pero aterradora la voz agresiva de Golemón así como los fuertes golpes de sus pequeños puños contra la lámina.
-¡SÁCAME CULERO! ¡ME SACAS O LE PASO UNA GONORREA A TU PINCHE ABUELA! ¡TE ARRANCARÉ LAS TRIPAS CON LOS DIENTES SI NO ME SACAS, PERRO! ¡HIJO DE PUTA, VOY A MATARTE Y LE DARÉ TUS RESTOS A LOS PERROS RABIOSOS! ¡PINCHE OJETE CULEROOOOOO! ¡MATARÉ A TU PADRE Y FORNICARÉ CON TU MADREEEEEEEEEE!
Cuando al fin llegué a Xalapa estaba exhausto. La niebla comenzó a posarse como una nata espesísima sobre la ciudad. Estacioné afuera del taller de Mezyar y Golemón seguía pateando y lanzando las más horribles injurias.
-Está listo su encargo, señor –dijo Mezyar al abrir la puerta.
-¿Sería mucha molestia si tomáramos café o tal vez un mezcal o algo fuerte antes? –ante mi rostro desesperado, Mezyar no pudo negarse.
Sacó una botella de cocacola de dos litros y medio. Contenía un líquido transparente, del cual mi primera impresión fue que se trataría de thiner o aguarrás.
-Pox de San Dieguito, hecho en Tzimol, estado de Chiapas. El auténtico chucho con rabia –señaló el maestro mientras servía dos vasos. –Está fuerte.
Vacié mi vaso de un trago y pedí más. Al sentir la quemazón en la garganta recordé las palabras que me había dicho Mezyar en mi primera visita. Él solamente me miraba con su mirada taciturna mientras daba sorbos pequeños a su vaso, fumando un cigarrillo con el gato en sus piernas.
Al cuarto vaso de pox me sentí mal físicamente. Sentía tristeza y cansancio y sentí que lloraría en cualquier momento.
-Usted subestimó mi trabajo –comenzó Mezyar, acariciando el lomo del gato. –Creyó que su buena voluntad bastaría para que el muñeco hablara y sembrara armonía en los corazones de quienes lo escucharan. Pensó que yo era un fraguador de alegrías y bondades, una especie de payaso que regala figuras hechas de globos oblongos a los niños en las plazas públicas. La verdad es más peligrosa de lo que uno sospecha pero usted fue ciego y no quiso verlo. La verdad no genera paz si no todo lo contrario. El muñeco ha actuado con naturalidad, ahora usted llora porque se ha visto reflejado en él. No llore. Solucione el problema. Abra la caja.
Cuando el maestro Mezyar concluyó, yo ya lloraba a moco tendido. Lleno de vergüenza, caminé lentamente hasta donde estaba una caja de Avícola San Juan y me arrodillé para abrirla. De nuevo quedé maravillado. Admiré la destreza del artesano y me pregunté si no era una representación de Dios, habitante de la niebla y fabricante de muñecos. En el interior de la caja había una preciosa muñeca, de gestos pacíficos y mirada tierna. Su rostro tenía cierta afinidad con el deformado semblante de Golemón.

viernes, 9 de abril de 2010

Capítulo 3. AVENTURAS DE GOLEMÓN

Telefoneé a Laura, antigua novia, a quien había hecho sufrir. Era domingo.
-¿Qué mierda quieres? –me dijo al saber quién llamaba.
-Querida Laura, quiero pedirte perdón. He cambiado, me he dado cuenta de cosas. Sólo quiero que no haya resentimientos entre nosotros. Te invito un café.
Al cabo de media hora de súplicas y persuasión sutil, accedió a verme. “Le daré una bonita sorpresa” pensé mientras metía a Golemón en una mochila y salía a la calle, rumbo al café. Me senté en la terraza. Había buen sol, lo que me ponía de excelente ánimo. Esperando a Laura, puse cuidadosamente la mochila en la mesa y saqué a Golemón y lo coloqué sobre mi pierna.
-¡Casi me asfixio, pendejo! ¡no vuelvas a meterme en esa puta mochila! –dije, con la voz del muñeco, jugando, y vi venir a Laura hacia nosotros, con cara de estar esperando de antemano una desgracia (nuestra relación no fue más que una desgracia).
-Bueno –su rostro expresaba verdaderamente una molestia indescriptible- dime qué te traes entre manos, aparte de ese mono ridículo.
-Yo y mi amiguito queremos hablarte –puse cara de idiota para reforzar mi buena voluntad- Mira, con el tiempo la gente cambia y lamenta las malas acciones cometidas en el pasado…
-Lo que quiere decir este señor –interrumpió Golemón ante la mirada incrédula de Laura- es que lo corroe la culpa por las cosas que te hizo.
-Bueno, sí. Mira Laura, yo, aunque te quise mucho, no supe cómo expresarlo. Tampoco supe cómo responder al amor que me diste…
Hablé largo rato y Laura (al igual que Golemón, supongo) mantuvo su cara de aburrimiento.
-Está bien, ya lo he superado –dijo Laura al fin, recuperando un poco del brillo cariñoso de sus ojos.- Es bueno que aceptes tu culpa y el daño que me hiciste…
-¡AYYY, LA CULPA, AYYY EL DAÑO QUE ME HICISTE! AL PARECER TU ESTUPIDEZ TE IMPIDE DARTE CUENTA DE QUE TODA LA CULPA FUE TUYA, PERRA FRÍGIDA.
Laura se quedó pasmada, luego comenzó a llorar y se fue corriendo. Yo no supe qué hacer ni qué decir. Asustado, metí a Golemón en la mochila y me fui de allí. Ya en la casa, saqué a Golemón y lo puse de nuevo en su mesita. Allí se quedó, no se movió para nada, pese a que lo estuve observando hasta que llegó la hora de dormir. Me fui a acostar. En la cama pensé qué era lo que podía haber sucedido. Después de mucho rato de reflexión, caí en cuenta de que lo que había dicho con tanta violencia el muñeco era la verdad, ella era la culpable de nuestro fracaso amoroso. “Ha de haber sido una manifestación de mi inconsciente. Fui cruel, pero al fin, dije verdad” y al concluir esto, me dormí tranquilo como un bebé.
Desperté de buen humor, me bañé, me vestí y salí alegremente rumbo al trabajo. A una cuadra de la oficina recordé a Golemón. “Pobrecillo, se quedó solito” pensé y di la vuelta, lo recogí y me dirigí de nuevo a la oficina. Dejé su cabecita fuera de la mochila, para que respirara bien.
-Ehhh, señor Martínez, llega usted tarde –dijo el jefe apenas crucé el umbral.
-¡CÁLLESE PUTOOOOO! ¡YO LLEGO A LA HORA QUE SE ME DÉ LA GANA! –la cabecita de Golemón rugió con potencia y captó la atención de la oficina entera.
-Ah, es usted ventrílocuo, señor Martínez –dijo el jefe antes de que comenzara a excusarme-. ¡Qué virtuosismo el suyo! Debería dedicarse a eso en sus ratos libres. Lo felicito. Ahora a trabajar.
-¡TRABAJAR MIS HUEVOOOOS PINCHE TIRANOOOOO! –se desgañitó Golemón.
-Ja ja já –se rió el jefe con desenfado.- ¡Qué gracioso! ¡Muñeco pelado! Ja já.
El jefe se alejó contento y yo me dirigí a mi escritorio. No sabía qué hacer. Afortunadamente el jefe era un tipo muy risueño y tonto, pero la actitud de Golemón era preocupante. Aunque expresara con precisión lo que yo no me atrevería nunca a decir, era seguro que me metería en líos. Senté a Golemón en un banco y lo miré fijamente.
-¿Qué me ves? ¿Te gusto? Pinche puto. Me voy a dormir un rato, así que no chingues –dijo Golemón y se echó en un rincón.
Perplejo, no tuve otro remedio que trabajar. Golemón durmió hasta las 5, hora de salir. Lo metí con cuidado en la mochila para que no hiciera más estropicios. “Hasta luego Martínez”, dijo el jefe cuando me vio partir. Yo sacudí la mano discretamente, estaba apenado. Me apresuré a llegar a casa. Para mi alivio, Golemón era tan holgazán que siguió durmiendo hasta que yo al fin me acosté.
A las 5 de la mañana oí ruidos. Golemón estaba en la cocina, hurgando en el refrigerador.
-¡Buenos días! Creo que me he comportado mal y quiero compensarlo. ¡Haré un delicioso desayuno!
Iluso y con buena voluntad, creí en las palabras de Golemón. Entré al baño a ducharme. Estaba yo cantando Nessun dorma cuando percibí un olor peculiar. Salí de inmediato. Las cortinas de la sala estaban incendiándose y Golemón se había subido al respaldo del sofá para orinar sobre el fuego.
-JÁ. NO ME DECIDÍ ENTRE QUEMAR TUS PINCHES CORTINAS Y ORINARLAS, ASÍ QUE HICE AMBAS DOS. JÁ JÁ.
- ¡Pero Golemón! ¿Y el desayuno? –dije mientras iba a llenar una cubeta de agua.
-¡ME DIO HUEVA HACERTE TU PUTO DESAYUNO, MARICÓN!
Logré al fin apagar el fuego y levanté a Golemón del cuello de la camiseta de niño chiquito que le había puesto después de la desaparición de su ropa. Golemón estaba rabioso y pataleaba con potencia. Sentí sus movimientos como los poderosos espasmos que dan los peces grandes al sacarlos del agua.
-¡SUÉLTAME PENDEJO, SUÉLTAME QUE TE MATO HIJO DE PUTA!
-¿Qué hiciste con tu ropa, Golemón? –le pregunté con seriedad mientras sus patadas casi llegaban con todo su odio a mi cara.
-¡LA QUEMÉ IDIOTAAAAAAA! ¡SOY LA PURA VIRILIDAD Y ESE TRAJECITO ERA DE PUTITO! ¡LA QUEMÉ COMO VOY A INCENDIAR ESTA CASA CONTIGO DENTRO Y OJALÁ VENGA TU PUTA MADRE PARA QUE ARDA TAMBIÉN LA MUY PERRAAAAAAAA! –la furia de Golemón era tal que casi lloraba al no poder cumplir sus amenazas.
Lo dejé, cuando al fin se cansó de patalear, sobre el piso y terminé de bañarme. Decidí llevarlo una vez más al trabajo, no fuera a incendiar la casa.
Llegué a la oficina. Todos estaban pendientes de mi arribo.
-Buenos días, licenciado Martínez –dijo Tita, la recepcionista.
-¡VIEJA FEAAAAAAAAAAA! ¡NO SE ATREVA A HABLARME NUNCA MÁS! –rugió Golemón.
-¿Qué hay, Martínez? –dijo Vargas, un colega.
-¡PINCHE GORDO PUÑAL, VETE A LA VERGAAAAA! –exclamó con odio Golemón.
-Hola, amigo Martínez, hola muñeco simpático –dijo Violeta, la secretaria del jefe.
-¡PUTAAAAAAAAAAAAAAAA! –gritó Golemón.
Avergonzado, tuve que encerrarme en mi oficina para regañar al poseído muñeco. Senté a Golemón en una silla y sentí, pesada, su mirada de odio, sus dos ojos inyectados de sangre, la tensión asesina, el semblante angustioso del criminal. Apenas iba a empezar a sermonearlo cuando se asomó Vargas por la puerta de mi despacho.
-Martínez, el jefe quiere verte, pendejo. Es por el pinche Chucky ese. Y al rato te las vas a ver conmigo…
-Sí, sí. Ahí voy –dije mirando seriamente a Golemón, quien se mantuvo callado pero iracundo. –Tú te quedas ahí, tranquilito.
-No –dijo Vargas -el jefe especificó que era necesario que llevaras al muñeco.
Cruzamos el pasillo y sentí las miradas desaprobatorias de toda la oficina. Me apresuré. Llevaba la mano puesta sobre la boquita de Golemón y sentía sus mordidas rabiosas.
La oficina del jefe era pequeña, su escritorio estaba lleno de papeles y pequeños adornos. En medio había una placa metálica que decía:
Ernesto Romero
Jefe
-Tomen asiento –dijo, con gesto tranquilo.
-Sí, Romero. Pero antes… ¡QUÍTESE ESA RIDÍCULA PELUCA! –y Golemón se precipitó hacia él estirando sus manos.
Romero se tocó la calva, avergonzado, abriendo los ojos grandes, con incredulidad. Golemón se paseaba brincando por todos los rincones de la oficina, con la peluca en la mano, triunfante. Se reía como el mismísimo Satanás.
-He tolerado muchas ofensas, Martínez. Pero esto es demasiado. ¡Está despedido! –dijo el jefe, y fue la única vez que percibí autoridad en su voz.
Juntaba mis cosas y oía los gritos y risas de Golemón en todo el piso. Estaba presumiendo su reliquia. Saltaba por todas partes con la peluca de Romero en la cabeza ante la diversión general y la desesperación de Violeta, encargada de recuperar la falsa cabellera. Era una escena agradable sin duda. Pero yo estaba triste y enojado, pues Golemón me había hecho perder mi empleo. Tendría que hacer algo para domesticar a esa bestia en que se había convertido o bien deshacerme definitivamente de él.

miércoles, 7 de abril de 2010

Capítulo 2. DE CÓMO TRANSCURRIÓ EL PRIMER MES EN COMPAÑÍA DE GOLEMÓN


El muñeco llevaba un trajecito como de tirolés: un overol de terciopelo verde y camisita amarilla y su cabecita estaba tocada con un sombrerito de fieltro negro. El muñeco fue bautizado como Golemón. Me pareció una mezcla divertida del Golem y esos monos de Pokemón. Lo coloqué en una mesita en la sala, en un lugar muy visible, quería que todos lo vieran y admiraran su esplendor.
Todas las tardes, volviendo del trabajo, practicaba el ventrilocuismo con Golemón. Ensayé noches enteras, emocionado, sediento de elocuencia y verdad.
Fueron transcurriendo los días y mis progresos eran loables. Fui convenciéndome de que cuando dominara el arte del ventrílocuo, sería la mejor persona del mundo. Ensayé discursos y gestos, distribuí con minuciosidad las partes que me correspondería enunciar a mí y las que le tocarían a Golemón. Cuando no lo tenía sobre mi pierna hablaba con él, le contaba cosas, lo instruía para que fuera bueno. Un día, con sinceridad, le dije “eres el mejor amigo que he tenido” y lo abracé.
Determiné que al término de un mes estaría listo para expresarme a través de Golemón.
Los pequeños detalles extraños que tuvo ese mes, cuando no los ignoraba, los atribuía a un probable sonambulismo. En ocasiones sentí, en duermevela o en la profundidad del sueño, que alguien me tocaba suavemente la cabeza o los pies, o me destapaba. Algunas cosas por las mañanas estaban en sitios donde yo no recordaba haberlas dejado. Felizmente, reconvenía a Golemón:
-Ah diablillo –le decía sonriendo-, has estado inquieto en la noche.
Y Golemón, inmóvil en su mesita, con la sonrisa apacible y sus zapatos de piel.
No les daba importancia a esas cosas, era feliz en compañía de Golemón, aunque debo reconocer que hubo un par de incidentes que sí me parecieron sospechosos. El primero fue aproximadamente a los 15 días de la llegada del muñeco. Entré al baño a darme una larga ducha y a los pocos minutos, el agua estaba fría. Interrumpí mis abluciones y fui a inspeccionar el calentador. Estaba apagado. Cosa rara, no había corrientes de aire por ahí. Revisé el tanque de gas, había suficiente. Me dejó un par de días extrañado y al fin lo olvidé, no se volvió a repetir en aquel mes. El segundo incidente fue más extraño. Un día, regresando del trabajo, entré a la casa y noté que Golemón estaba en su sitio habitual, con su expresión habitual, pero desnudo. Tras unos minutos de extrañeza, atribuí aquel hecho a Tere, la sirvienta que iba una vez por semana. Seguramente había sacudido al muñeco y le había parecido que su ropa estaba sucia y se la había llevado a lavar. Con el espíritu tranquilo, entre práctica y dicha, transcurrió el mes.

martes, 6 de abril de 2010

Capítulo 1. DE CÓMO NACIÓ GOLEMÓN

Las dos sensibilidades, la propia y la ajena, atemorizan al común denominador de los hombres (donde me incluyo) a la hora de hablar con libertad y comunicar claramente sus deseos y opiniones. Por esto encargué al maestro Mezyar, hábil fabricante de marionetas, títeres y otros monigotes, un muñeco de ventrílocuo. “Simpático, pero con cierto aire de solemnidad”, le había comentado por teléfono al maestro Mezyar. Este desplazamiento de la propia identidad me permitiría sin duda expresar con libertad lo difícil, lo que se traba entre la laringe y la lengua y encalla como barco mudo en el mar de saliva. Ventrílocuamente podría reconocer lo que no se quiere, lo que se desprecia de uno mismo, aceptar debilidades y virtudes propias con justicia y sin vanagloria. Podría al fin expresar sin artificios poéticos pobres los recovecos de mi sensibilidad, la pasión, el horror, el amor y la gratitud hacia los demás. A través del muñeco me conocería a mí mismo y proyectaría hacia afuera mi verdadera naturaleza.
Viajé en automóvil a Xalapa a recoger mi encargo. El taller del maestro Mezyar se situaba en un barrio periférico.
-Este barrio se confunde con la niebla. Cuando ésta cae con su espesura fantasmal, me siento en este taller como en el interior mismo de la niebla. En el interior de la niebla es donde deben habitar los muñecos- las palabras del maestro resonaron fuerte en mi interior, poéticamente, sin embargo, no presté atención a su contenido.
El maestro se sentó en una silla y encendió un Delicado. De inmediato, una sombra negra saltó como un silbido sobre su regazo, como si una de los millares de marionetas que descansaban en las hileras de repisas, una sombría, hubiera cobrado vida y buscara desesperada a su figura paterna.
-A este gato le gusta el humo del cigarrillo. Morirá de enfisema -dijo Mezyar.
-¿No le intimida, no lo abruma tal cantidad de muñecos en su casa? –su cama desordenada y angosta estaba justo en medio del taller.
-A veces sueño que están vivos y que viven sus vidas a placer, ignorándome desde la superioridad que les da la ausencia de necesidad de comida y bebida, así como de ir al baño –el maestro arrojó su delicado a un cenicero, que era una cabeza de madera puesta de cabeza y continuó. –Otras veces sueño, o alucino, no lo sé con certeza, que me atacan y me sacan los ojos. Entonces empiezan a morderme rabiosamente y yo sólo siento como me desintegro, pedacito por pedacito, y trato de ignorar el dolor y la angustia identificando a cuál de mis creaciones pertenecen las fauces que me desgarran el cuerpo.
-El horror, el horror –dije yo, estúpido, plagiando.
-Ah, sí, el horror. Pero también a veces sueño que bailan festivamente y son felices, o que me veneran como a su dios y cantan sin cesar el himno de mi gloria, me traen el periódico o un libro, mi café, mi tabaco, y se quedan sentaditos y en silencio esperando mis órdenes. El grupo de músicos –señaló a un cuarteto de cuerdas colocado en una de las repisas altas- toca cuando así lo dispongo y así, todos mis hijos me complacen.
Me quedé en silencio, interpretando perplejo al artesano. En su semblante advertí una mezcla extraña de seriedad, tristeza y aburrimiento.
-Su encargo está en esa caja de Avícola la Trinidad –dijo señalando debajo de la mesa de plástico, tan poco sofisticada que hacía un contraste ridículo con la perfección y complejidad de los rasgos, miembros y expresiones de sus marionetas.
-Ah, sí, mi encargo –dije, de nuevo, estúpidamente.
Al abrir la caja quedé maravillado. El muñeco era el equilibrio perfecto entre simpatía y solemnidad, justo lo que deseaba.
Abracé al maestro en un trance de alegría y él refunfuñó. Avergonzado, le pagué lo acordado ante su negativa de recibir el extra que ofrecí por la satisfacción obtenida.
-Hasta luego –dijo cerrando la puerta del taller.
Yo, contento, saqué al muñeco de su caja y lo coloqué sentadito en el asiento del copiloto y le ajusté el cinturón. En la caja de Avícola la Trinidad puse unos cuantos sixes de cerveza para el camino de vuelta a casa.