jueves, 5 de marzo de 2009

FOLLETÍN que ya es jueves

III
- Le ruego, señor Hayes, le ruego que descubra quién cometió este horrible crimen. Le ruego, se lo ruego señor Hayes...
- Tranquila, señora. Volveré en un par de días y podremos hablar.
Había apartado a miss Lynch, encendido un cigarrillo y había cruzado unas palabras con Trevor Reed, el fiscal de distrito, colega del molesto Robert Barnes. Reed había extraído con un trapo el arma homicida del cuerpo de Montgomery, con una amplia sonrisa, como simpatizando con ella. Hayes y el fiscal contemplaron un rato el puñal ensangrentado, de hoja muy afilada, con mango de oro cubierto por una venda de algodón.
- Linda el arma, ¿no es así Hayes? –había dicho Reed con su sonrisa que dejaba ver sus dientes pequeños y blanquísimos-; ni una huella.
- Linda –contestó el detective- me voy de aquí. Te llamo mañana. Saludos a Barnes.
- Adiós, Hayes. Descuida, no le diré a Barnes que estuviste por aquí.

Seguía andando cuando recordó que no había revisado los papeles que le envió el fiscal de distrito. Aun era temprano y apresuró el paso. Las luces de Chicago parecían aun más tenues y siniestras. Aunque los transeúntes caminaban con los abrigos hasta las orejas por el frío otoñal, él lo llevaba abierto, solo protegido por el nudo de la corbata. Un anciano que recogía las hojas secas le pidió una moneda. Al sacar el niquel percibió a un hombre que parecía seguirlo a unos cuantos metros. Entregó al viejo la moneda y se dirigió a paso firme hasta Camerling Avenue. Tomó un taxi y lo dirigió por callejuelas hasta Bowler Street, donde se alojaba miss Lynch. Pagó y descendió sin esperar el cambio. La criada le abrió la puerta y lo dirigió a la sala, donde se hallaba la viuda, en un vestido negro y sosteniendo una Biblia protestante.
- Señor Hayes, qué bueno que ha venido.
- Hola Annie.
- ¿Puedo ofrecerle un trago?
- Seguro.
El departamento era modesto, de esa clase media que había superado lentamente la gran depresión. Había pocos muebles, tres sillones y una mesita al centro con una botella de whisky, vasos y un traste con hielo. De las paredes colgaban algunos cuadros con paisajes montañosos. El espacio estaba alumbrado con lámparas de pantallas blancas y delgadas, que distribuían exageradamente la luz amarilla en toda la estancia. Después de la penumbra del exterior, esa luz intensa reflejada en los tapices claros de los muros penetraban violentamente las pupilas de Hayes, y lo hacía pestañear. El humo de un cigarrillo que acababa de consumirse en el cenicero dibujaba figuras a través de la luz.
- Parece que aquí no se pone el sol, miss Lynch –dijo Hayes con la vista abajo, cerrando un segundo sus ojos oscuros.
- Lo siento, señor Hayes, desde el asesinato de Gordon tengo miedo. No podía permanecer en la mansión un segundo más, es por eso que he venido aquí, a casa de mi hermano. Cualquier sombra me estremece. Las luces de toda la casa están encendidas día y noche, para detectar a cualquier intruso.
El detective se sentó, dio un buen trago al escocés y encendió un cigarro.
- No quiero asustarte, Annie... –Hayes cambiaba constantemente del solemne miss Lynch al personal Annie y se percataba de una breve sonrisa en el rostro de la chica- pero en la calle alguien me venía siguiendo. Ordené al chofer que condujera por callejuelas.
El tono de Annie adquirió un matiz sarcástico.
- ¿El bravo Peter Hayes tiene miedo?
- Eso fue para comprobar mi sospecha. He sido seguido hasta aquí.
Se levantó con el vaso en la mano y corrió un poco la cortina.
- ¿Quién puede ser, Peter? ¿alguien que pueda hacerme daño?
- Es posible que lo sepas mejor tú que yo.

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